top of page

La niña que fui… En el Teatro Colón de Bogotá

“La niña que fui, quiere regresar, al olor del campo y la lluvia de abril…” Así, con comas, porque son los espacios en esta frase de la canción “Una casa llamada país” de la compositora María Isabel Saavedra.


Aunque la canción hace referencia a la añoranza de la niñez, su tranquilidad y el deseo de paz, esta vez llega a mi cabeza porque hoy tengo más presente que nunca a la Leidy Belén de 10 años que vivía momentos increíbles sin imaginar cuán afortunada estaba siendo.


No es que hoy en día no me considere afortunada, pero sí siento que estoy pasando por un momento de la vida que es ese que le dicen a uno “cuando sea grande lo entenderá”, y aparece el “todo tiempo pasado fue mejor”.

Así personas mayores me digan que a mis 26 soy una bebé y que no he vivido todo lo que toca, yo siento que «soy grande», o bueno, al menos que ahora entiendo ciertas cosas.

Por ejemplo, hoy compartí un recuerdo en mis redes sociales sobre el que no había entrado en detalle antes. Conté, muy resumida, la experiencia que tuve en el Teatro Colón cuando apenas tenía 10 años. Alguien que quiero mucho me insistió como nadie que escribiera, y como ya lo dije antes, aquí estoy haciendo el ejercicio.


No recuerdo la fecha exacta. Sólo sé que era el año 2002. Estaba en cuarto de primaria, y hacía unos meses un profesor de música había notado que tenía una voz linda, que se podía educar. Me había llevado, con unos pocos días de preparación, a un concurso en Duitama, el Cacique Tundama. Siento que tengo buena memoria (al menos selectiva) desde entonces, aunque todo haya pasado muy rápido: La reunión en Culturama donde me entregaron mi primera escarapela, el ensayo de volada que hicimos de Punchis con el maestro Jhon Triana y Carlitos Suárez en un colegio al costado del Parque El Carmen, luego me veo parada, frente al micrófono, cantando por primera vez en público.

Al día siguiente me veo en el mismo lugar, con un acompañamiento más grande: La Fundación Musical Gregorio en Pleno. Recuerdo la audición privada en el Club del Comercio en Duitama (no sé si existe todavía), y la sensación que tuve cuando estuve tan cerca del jurado, esos caballeros, uno de ellos, a quien me habían dicho que tenía que convencer si quería que me llevaran al Teatro Colón de Bogotá.



En la noche era la presentación final en Culturama, yo sólo obedecía e iba a donde me llevaban. Me recuerdo en el escenario, nerviosa pero segura, feliz cantando sanjuanero, con un súper acompañamiento en esa tarima que me recibió luego tantas veces. Después de la presentación, mi papá, el más orgulloso del mundo, prácticamente me cargó hasta la tienda del frente, donde me ofreció un chocorramo, no paraba de abrazarme.

Dieron el fallo, y más que el tercer puesto (que para mí fue como haber ganado el primero, aunque mis acompañantes repitieran que era injusto, que merecía el segundo), lo que me interesaba saber era si me llevarían al Teatro Colón. Así que con pena me acerqué al señor de barba y le pregunté: “¿Maestro, si me vas a llevar al Teatro Colón?”, él me abrazó y me dijo “Claro que sí, mi chinita”. Fue mi primera conversación con mi “papá musical” José Ricardo Bautista Pamplona.



El día de ir al Teatro Colón llegó. Nos citaron a las siete de la mañana en el Parque de Paipa. Era la primera vez que me iba a separar de mis papás, de mi mamá. Ella me decía que tranquila, que iba a estar muy bien cuidada y acompañada. Ahora que recuerdo, mi mamá tenía una cara de angustia disimulada cuando se despidió de mí y se fue.

El viaje fue en un bus de la licorera, algo así. Eran sillas duras, parecidas a las del Transmilenio. Yo iba ansiosa, atenta a todo lo que escuchaba, lo que veía, quería guardar en la memoria cada segundo de lo que estaba viviendo. Lo que más recuerdo es el entusiasmo de Ana María, la esposa del Doctor Diomedes, uno de los integrantes de la Fundación Musical Gregorio, con quienes yo iba. Ana María se portó como una mamá conmigo ese día. Pendiente de que comiera, de mi peinado, de mi vestido, de todo.

Una vez en Bogotá, caminamos por algunas calles de la Candelaria y de pronto estábamos dentro del teatro, yo sólo seguía los pasos de los adultos. En un momento, mi profesor Paulo Cesar me dijo que cerrara los ojos, me tomó por los hombros y me dirigió unos pasos. Nos detuvimos y me dijo “ábrelos”.

Sentí que la vista no me alcanzaba para abarcar toda la majestuosidad que tenía al frente. Las sillas, los detalles de los palcos, las lámparas, las pinturas, me sentí gigante y pequeña a la vez, y ahí mismo empecé a llorar. (Sensible yo, desde siempre).


Ya era hora de alistarnos para la presentación. Ana María me ayudó a vestir, a retocar mi peinado (la noche anterior me habían puesto esa tortura que llaman bigudíes y había madrugado a la peluquería donde Rosalbita para viajar peinada), y me maquilló. Me sentía como una princesa, fotos iban y venían, y hasta ahí todo muy bien.

Cuando ya se acercaba la hora, me entraron los nervios, me acordé de mi mamá y otra vez a llorar. No sé cómo la localizaron, pues no tenían celulares, pero allá llegó, detrás del escenario a abrazarme, a consolarme.

Ya en el escenario arranqué feliz, nerviosa, segura, y en el “Sanjuanero, sanjuanero no se cansa de bailaaar…” adiós voz. Cero, ronca, salían pedacitos de voz. Veo al público, a oscuras, escucho mi voz a medias, me pregunto qué pasa, sigo cantando y empieza la gente a aplaudir, en mitad de canción.

Escuchaba y sentía esos aplausos como un consuelo, y pensaba de todo, pero tenía clarísimo que no podía parar. No se cómo terminé, sólo recuerdo que en el último “La” que di, me estampé una sonrisa en la cara, puse las manos en la cintura y miré hacia arriba a ver en qué momento bajaba el telón. Alcancé a pensar que no lo bajaban rápido para torturarme, y luego caí en cuenta que debía estar mirando al público, pero la pena, el deseo de ver el telón abajo, y las ya inaguantables ganas de llorar no me permitieron poner la mirada al frente.


Recuerdo que lloré mucho, por largo rato, desconsolada. No me perdonaba que la única, la única canción que había ido a cantar hubiera salido mal. Me habló todo el mundo, todos los de la Fundación, Ana María, los demás profesores, y nada hacía que se me pasara la tristeza, hasta que, mi amiguita Zulma, la del colegio, la bailarina, la que más quería, que también estaba allí por el grupo de danzas, prácticamente me obligó a ir a donde estaban todos los demás niños que habían ido al evento. Allí, entre todos, entre juegos, risas y molestadera, volví a ser niña, volví a tener 10 años, volví a no preocuparme por nada más que por pasarlo bien.

Con Zulma nos escapamos por todo el teatro, nos metimos por cuanto pasillo encontramos hasta que resultamos en uno de los palcos. Desde allí escuchamos la intervención de Danna Nova, una niña menor que yo, que cantaba divino y estaba promocionando su primer CD. Confieso que sentí algo de envidia, de que su presentación hubiera sido impecable, pero luego, con el corre, corre, se me volvió a olvidar a qué era que había ido.

Duramos tanto tiempo perdidas, que casi que no salimos al escenario en el cierre del evento. Era Paipa se toma a Bogotá, y todos los artistas en el escenario nos despedíamos del público, o bueno, se suponía que era lo que teníamos que hacer, porque Zulma y yo seguíamos más pendientes de la banderita rota que teníamos en la mano que de lo que estaba pasando al frente.


Después de eso vino el encuentro con mis padres y la salida del Teatro. Mi tía Marina (que en paz descanse) había asistido al evento y nos daría posada esa noche en su casa, al sur de la ciudad. Desde que nos encontramos, hasta la cena que nos sirvió en la cocina, no paró de repetir que me esperaban grandes cosas, que se escucharía de mí en muchos escenarios, que yo era su sobrina famosa.


Hoy no sé si soy famosa, yo digo que no, pero sí cuento la historia con una visión diferente, la de la mujer que se siente afortunada por haber vivido esto y todo lo demás, por los demás escenarios que vinieron, por el camino recorrido hasta hoy, y sobre todo y como nunca, agradecida con mis padres, porque sólo hoy, desde la posición en donde estoy, de profesional, de mamá, comprendo algo, pequeñito, de lo que se puede llegar a sentir por hacer un esfuerzo, por sentir orgullo, por hacer lo que sea, para que una hija sea feliz.

Comments


© 2023 by BELÉN LA MARGARITA. Powered and secured by Wix

bottom of page